Iba [Fortunata] despacio por la calle de Santa Engracia y se detuvo un instante en una tienda a comprar dátiles, que le gustaban mucho. Siguiendo luego su vagabundo camino, saboreaba el placer íntimo de la libertad, de estar sola y suelta siquiera poco tiempo. La idea de poder ir a donde gustase la excitaba, haciendo circular su sangre con más viveza. Tradújose esta disposición de ánimo en un sentimiento filantrópico, pues toda la calderilla que tenía la iba dando a los pobres que encontraba, que no eran pocos... Y anda que andarás, vino a hacerse la consideración de que no sentía malditas ganas de meterse en casa. ¿Qué iba a hacer en su casa? Nada. Conveníale sacudirse, tomar el aire. Bastante esclavitud había tenido dentro de las Micaelas. ¡Qué gusto poder coger de punta a punta una calle tan larga como la de Santa Engracia! El principal goce del paseo era ir solita, libre. Ni Maxi, ni doña Lupe, ni Patricia, ni nadie podían contarle los pasos, ni vigilarla, ni detenerla. Se hubiera ido así... sabe Dios hasta dónde. Miraba todo con la curiosidad alborozada que las cosas más insignificantes inspiran a la persona salida de un largo cautiverio. Su pensamiento se gallardeaba en aquella dulce libertad, recreándose con sus propias ideas. ¡Qué bonita, verbigracia, era la vida sin cuidados, al lado de personas que la quieran a una y a quien una quiere!... Fijose en las casas del barrio de las Virtudes, pues las habitaciones de los pobres le inspiraban siempre cariñoso interés. Las mujeres mal vestidas que salían a las puertas y los chicos derrotados y sucios que jugaban en la calle atraían sus miradas, porque la existencia tranquila, aunque fuese oscura y con estrecheces, le causaba envidia. Semejante vida no podía ser para ella, porque estaba fuera de su centro natural. Había nacido para menestrala; no le importaba trabajar «como el obispo» con tal de poseer lo que por suyo tenía. Pero alguien la sacó de aquel su primer molde para lanzarla a vida distinta; después la trajeron y la llevaron diferentes manos. Y por fin, otras manos empeñáronse en convertirla en señora. La ponían en un convento para moldearla de nuevo; después la casaban..., y tira y dale. Figurábase ser una muñeca viva, con la cual jugaba una entidad invisible, desconocida, y a la cual no sabía dar nombre.
Ocurriole si no tendría ella «pecho» alguna vez, quería decir iniciativa..., si no haría alguna vez lo que le saliera «de entre sí». Embebecida en esta cavilación llegó al Campo de Guardias, junto al Depósito. Había allí muchos sillares, y sentándose en uno de ellos empezó a comer dátiles.