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Tontos de capirote

Obra: Tontos de capirote

Autor: Fernando Almena

Tipo de texto: Dramático


PERSONAJES:
HOMBRE.
MUJER.

Sala en la planta superior de la torre de un castillo o de un edificio monumental. En el foro, izquierda, un balcón abierto, en cuyo fondo se aprecia una balaustrada o peto de piedra. Una puerta de cuarterones en el lateral izquierdo. El recinto produce la impresión de que ha sido adaptado como sala de espera. Escasos elementos decorativos y, en cualquier caso, de estilo actual. Al foro, derecha, largo sofá con mesa baja delante, repleta de revistas del corazón. (Sentada en uno de los extremos del sofá, una MUJER lee con interés una revista. Entra un HOMBRE, que viste túnica blanca de nazareno y lleva el capirote en la mano.)

HOMBRE.- (Mira alrededor con curiosidad. Después, se dirige a la MUJER.) ¿Es usted la última?
MUJER.- (Sin prestarle demasiada atención.) No, la primera.
HOMBRE.- ¡Ah!, ¿y los demás?
MUJER.- (Con suficiencia.) Los demás no existen.
HOMBRE.- (Parece que va responder algo, pero desiste. Sonríe y parece que cambia de respuesta.) Claro, como no hay nadie más, es usted la primera y la última.
MUJER.- Le he dicho que no soy la última. Cuestión de principios. He sido educada para ser la primera.
HOMBRE.- Pero alguien habrá de ser el último.
MUJER.- Usted.
HOMBRE.- ¿Yo? ¡Jamás! Me niego rotundamente. También he sido aleccionado para ser el número uno. Mientras no haya alguien detrás de usted, (recalca) y no veo a nadie, la última es usted.
MUJER.- En todo caso, la penúltima. No comprendo la costumbre de preguntar quién es el último cuando el que pregunta, al hacerlo, se está declarando el último. Más lógico y riguroso, y menos estúpido por supuesto, sería preguntar quién es el penúltimo. Así que, le guste o no, el último es usted.
HOMBRE.- No es cierto, de acuerdo con su razonamiento, yo soy el penúltimo y usted la antepenúltima.
MUJER.- Partiendo de la hipótesis de que llegue otra persona. Sí, quizá sea la mejor manera de resolver la cuestión. (Triunfante.) Claro que si no viniera nadie más, usted sería el último.
HOMBRE.- Pero en ese supuesto caso, si yo me marchara, la última sería usted.
MUJER.- Sí, una contrariedad. Lo más acertado, si no acudiera nadie, sería contratar a alguien en una empresa de trabajo temporal. El puesto de último no requiere mayores méritos.
HOMBRE.- Temporal significa efímero. Precisamos la absoluta garantía de que nunca ocuparemos tan abominable lugar. Más oport uno sería ofrecer el puesto, con contrato indefinido, a alguien cualificado. La universidad es fuente inagotable de auténticos profesionales.
MUJER.- Pero la proverbial sumisión del titulado a veces se ve alterada por un repentino afán de ascenso en el escalafón. Más me inclino por un inmigrante, habida cuenta de su inestimable abnegación. Y dicho esto, dejemos el asunto, no crea que no me he percatado de sus intenciones.
HOMBRE.- No la comprendo.
MUJER.- Por supuesto que me comprende. Toda esta conversación suya sólo es una estrategia subliminal de acercamiento con objeto de que me confíe.
HOMBRE.- ¡Ah!, ¿sí? ¿Y puede decirme para qué quiero yo que se confíe?
MUJER.- Para llevarme al huerto.
HOMBRE.- Le aseguro que no tengo huerto alguno, sólo un cortijo en Córdoba y una maceta con una difenbaquia de hojas mustias, y puede creerme si le digo que no tengo el más mínimo interés en enseñársela.
MUJER.- ¿Enseñarme el qué?
HOMBRE.- La difenbaquia. (A la MUJER se le escapa una risita.) ¿Qué le hace gracia?
MUJER.- No, nada, consideraba las enormes posibilidades sinonímicas de nuestro idioma. Bueno, admita que, por mucho que lo niegue, he descubierto su estrategia libidinosa, empleada por muchos hombres y, por tanto, poco original. Te preguntan si eres la última como si te propusieran que aceptaras ser la última dispuesta a dejarse conquistar.
HOMBRE.- No es mi estilo. Además , le aseguro que nada más lejos de mi intención.
MUJER.- ¿No será homosexual...!
HOMBRE.- No, por favor, tengo principios religiosos.
MUJER.- ¿Sus principios religiosos le impiden serlo?
HOMBRE.- No, averiguarlo. La religión es cuestión de fe y, por consiguiente, también la hombría.
MUJER.- ¡Ah!, comprendo... Y por su religiosidad va así vestido...
HOMBRE.- (Ríe.) No, en absoluto.
MUJER.- Ya sé, un recurso para ligar. Esa indumentaria es valor seguro, un arma irresistible, tiene morbo.
HOMBRE.- No diga tonterías. Es usted una obsesa.
MUJER.- Una desconfiada. Y déjeme en paz, que ha interrumpido mi lectura.
HOMBRE.- Disculpe, nunca se debe distraer a quien como usted cultiva el espíritu.

(El HOMBRE se sienta en el otro extremo del sofá. La MUJER hojea la revista, mientras él juguetea con el capirucho. Un silencio.)

MUJER.- (De repente.) ¡Ya lo tengo!, es usted del K.K.K.
HOMBRE.- ¿Qué es el K.K.K.?, y no me diga que más que K.K.
MUJER.- El Ku Klux Klan.
HOMBRE.- Tampoco, verá, yo...
MUJER.- No se justifique, como demócrata opino que cada cual es muy libre de apalear a quien le venga en gana.
HOMBRE.- (Digno.) Yo creo en la igualdad de los seres humanos.
MUJER.- Hace muy bien, porque, como la televisión demuestra cada día, todos los masacrados tienen la sangre roja. (Pausa.) Pues si no es del Ku Klux Klan, no irá a decirme que se ha perdido de una procesión...
HOMBRE.- No, es una manera de realizarme. Era lo único que no había logrado en la vida: vestir de nazareno.
MUJER.- Pues en octubre poca utilidad va a sacarle. Debería haber esperado a Semana Santa. (Breve pausa. Se levanta.) Oiga, ¿y eso de vestir de nazareno ha cambiado en algo su vida?
HOMBRE.- En nada, y tenía puesta tanta ilusión...
MUJER.- Es que en este país no puede uno calarse el capirucho y convertirse en nazareno de la noche a la mañana. Aunque aparentemente parezca lo contrario, ciertas cosas han de ser vocacionales, sino surgen el desengaño o el fracaso. La sociedad, por ejemplo, con todas sus alharacas y tarariras, impone la soledad a personas que no soportan vivir solas. Cada día el aislamiento cobra fuerza, oprime, angustia. Y son muchos los que buscan desesperadamente compañía porque comprenden que para vivir en soledad se precisa vocación. Por ese motivo, los solitarios autént icos han de defenderse de quienes no persiguen su afecto y amistad sino satisfacer el deseo egoísta de escapar de la soledad, de embaucadores como usted que se valen de cualquier recurso para invadir las vidas ajenas en su huida del aislamiento.
HOMBRE.- (Se levanta.) Me sorprende. Usted dijo antes que los demás no existen y yo, ingenuo de mí, lo achaqué a que se arrogaba la unicidad, algo que, por derecho preferente, estuve dispuesto a disputarle, pero que mi exquisita educación, y fíjese que empleo el término exquisita, me impidió. Ahora he comprendido que su afirmación no obedece a que los demás no existan para usted, sino usted para los demás.
MUJER.- ¿Qué dice! Soy una triunfadora. Mi vida está jalonada de éxitos, siempre he ocupado los primeros puestos. Existo para cuantos me han envidiado, luego soy universal.
HOMBRE.- Lo siento, se ha descubierto, usted representa la soledad, y no por vocación, sino por obligación.
MUJER.- Está loco.
HOMBRE.- Es la razón por la que está aquí: la soledad.
MUJER.- ¡Tonterías ! Olvidemos el tema, si lo que pretende es tener una aventura conmigo, déjese de circunloquios, túmbeme en el sofá y acabemos de una vez, estoy harta de tanta conversación.
HOMBRE.- (Con cierto cansancio.) Le dije que no es mi propósito.
MUJER.- ¿Le resulta aburrido?
HOMBRE.- He de confesar que sí.
MUJER.- ¿Refocilarse conmigo le resulta aburrido? Será cabrón el tío...
HOMBRE.- Todo, todo es puro aburrimiento.
MUJER.- Entonces, usted está aquí...
HOMBRE.- Por aburrimiento. La vida es tedio. Dirá: pídale más. ¿Qué puedo pedirle? Soy blanco, varón, cristiano, librepensador. He nacido en un país desarrollado, pertenezco a la clase alta, reboso títulos y masters. Y me sobran fortuna y amigos y aventuras sexuales. Poseo todo cuanto he deseado y soñado y la sociedad me ha puesto como objetivo. Pero estoy hastiado, aburrido, insatisfecho. Creía haber logrado todo en la vida, salvo ser nazareno. Pero, ya ve, de nada me ha servido.
MUJER.- El hábito no hace al monje. (Breve pausa.) Yo habría querido ser princesa, como las de los cuentos de hadas, y mostrarme desde una torre de mi castillo para que, al verme, los príncipes suspiraran, y los trovadores me cantaran sus mejores versos, y los soldados de guardia se masturbaran tras las almenas.
HOMBRE.- Nunca se prive de cumplir un deseo, probablemente no la deje satisfecha, pero le evitará la duda de si tal anhelo impidió su felicidad. Creo que aún está a tiempo de cumplir el suyo. Verá... (Coge el capirote e introduce la tela de la esclavina en su interior. A continuación, coloca el capirucho sobre la cabeza de la MUJER. La admira.) Nadie pondría en duda que es una auténtica princesa de cuento.
MUJER.- ¿Usted cree?
HOMBRE.- Firmemente. Además, aquí se halla en el marco adecuado. Asómese al balcón y sentirá las miradas de admiración y los deseos de amarla de cuantos la descubran.
MUJER.- ¿Incluso de los funcionarios del Estado, jugadores de golf y viajeros de Metro?
HOMBRE.- De todos.

(La MUJER se encamina hacia el balcón y se asoma a la baranda.)


MUJER.- No veo desde esta altura los ojos de quienes me observan, pero siento sus miradas cálidas y morbosas. Me aguardan con expectación. (Se vuelve hacia el HOMBRE.) De todos modos, creo que usted y yo, juntos, podríamos acabar con la soledad y el hastío, y compartir el traje de nazareno, formamos un magnífico conjunto: el rey y la princesa. Quizá pudiéramos parecer dos locos, dos tontos de capirote, pero habría una esperanza. (El HOMBRE deniega pesadamente con la cabeza. Ella concluye.) No...

(La MUJER dibuja un gesto de resignación encogiéndose de hombros y, decididamente, se sube a la baranda y se lanza al vacío. El HOMBRE queda quieto, con la mirada puesta en el balcón. Por un altavoz, suena el típico aviso musical que precede a una comunicación.)

VOZ.- (Por el altavoz, como continuación del aviso.) Si aún queda algún suicida en la torre, rogamos que se apresure pues se van a cerrar las puertas de este conjunto monumental y nadie debe permanecer en su interior después de la hora de cierre. Muchas gracias.

(El HOMBRE se remanga la túnica, corre hacia el balcón y salta limpiamente la baranda, para seguir igual suerte que la MUJER. Telón rápido u oscuridad.)

F I N