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Viaje al centro de La Tierra (fragmento II)

Obra: Viaje al centro de La Tierra

Autor: Julio Verne

Tipo de texto: Narrativo


Martes 18 de agosto

Llega la noche, o, por mejor decir, el momento en que el sueño quiere cerrar nuestros párpados; porque en este mar no hay noche, y la implacable luz fatiga nuestros ojos de una manera obstinada, como si navegásemos bajo el sol de los océanos árticos. Hans gobierna el timón, y, mientras él hace su guardia, yo duermo.

Dos horas después, me despierta una sacudida espantosa. La balsa ha sido empujada fuera del agua con indescriptible violencia y arrojada a veinte toesas de distancia.

—¿Qué ocurre? —exclama mi tío— ¿Hemos tocado en un bajo?

Hans señala con el dedo, a una distancia de doscientas toesas, una masa negruzca que se eleva y deprime alternativamente.

Yo miro en la dirección indicada, y exclamo

—¡Es una marsopa colosal!

—Sí —replica mi tío—, y he aquí ahora un lagarto marino de tamaño extraordinario.

—Y más lejos un monstruoso cocodrilo. ¡Mire usted qué terribles mandíbulas, guarnecidas de dientes espantosos! Pero, ¡ah!¡desaparece!

—¡Una ballena! ¡Una ballena! —exclama entonces el profesor—. Distingo unas enormes aletas. ¡Mira el aire y el agua que arroja por las narices!

En efecto, dos líquidas columnas se elevan a considerable altura sobre el nivel del mar. Permanecemos atónitos, sobrecogidos, estupefactos ante aquella colección de monstruos marinos. Poseen dimensiones sobrenaturales, y el menos voluminoso de ellos destrozaría la balsa de una sola dentellada. Hans quiere virar en redondo con objeto de esquivar su vecindad peligrosa; pero descubre por la banda opuesta otros enemigos no menos formidables: una tortuga de cuarenta pies de ancho, y una serpiente que mide treinta de longitud, y alarga su enorme cabeza por encima de las olas.

Es imposible huir. Estos reptiles se aproximan; dan vueltas alrededor de la balsa con una velocidad menor que la de un tren expreso, y trazan en torno de ella círculos concéntricos. Yo he cogido mi carabina; pero, ¿qué efecto puede producir una bala sobre las escamas que cubren los cuerpos de estos animales?

Permanecemos mudos de espanto. ¡Ya vienen hacia nosotros! Por un lado, el cocodrilo; por el otro, la serpiente. El resto del rebaño marino ha desaparecido. Me dispongo a hacer fuego, pero Hans me detiene con mi signo. Las dos bestias pasan a cincuenta toesas de la balsa, se precipitan el uno sobre el otro y su furor no la permite vernos.

El combate se empeña a cien toesas de la balsa, y vemos claramente cómo los dos monstruos se atacan.

Pero me parece que ahora los otros animales acuden a tomar parte en la lucha: la marsopa, la ballena, el lagarto, la tortuga; los entreveo a cada instante. Se los muestro al islandés, y éste mueve la cabeza en sentido negativa.

—Tva —dice con calma.

—¡Cómo! ¡Dos! Pretende que sólo los animales...

—Y tiene mucha razón —exclama mi tío, que no aparta el anteojo del grupo.

—¿Es posible?

—Ya lo creo! El primero de estos monstruos tiene hocico de marsopa, cabeza de lagarto, dientes de cocodrilo, y por esto nos ha engañado. Es el ictiosauro, el más temible de los animales antediluvianos.

—¿Y el otro?

—El otro es una serpiente escondida bajo el caparazón de una tortuga; el plesiosauro, implacable enemigo del primero.

Hans tiene mucha razón. Sólo dos monstruos turban de esta manera la superficie del mar, y tengo ante mis ojos dos reptiles de los primitivos océanos. Veo el ojo ensangrentado del ictiosauro, que tiene el tamaño de la cabeza de un hombre. La Naturaleza le ha dotado de un aparato óptico de extraordinario poder, capaz de resistir la presión de las capas de agua en que habita. Se le ha llamado la ballena de los saurios, porque posee su misma velocidad y tamaño. Su longitud no es inferior a cien pies, y, cuando saca del agua las aletas verticales de su cola, me hago cargo mejor de su enorme magnitud. Sus mandíbulas son enormes, y, según los naturalistas, no posee menos de 182 dientes.

El plesiosauro, serpiente de tronco cilíndrico, tiene la cola corta y las patas dispuestas en forma de remos. Su cuerpo se halla todo él revestido de un enorme carapacho, y su cuello, flexible como el del cisne, se yergue treinta pies sobre las olas.

Los dos animales se atacan con indescriptible furia. Levantan montañas de agua que llegan hasta la bolsa, y nos ponen veinte veces a punto de zozobrar. Se oyen silbidos de una intensidad prodigiosa. Las dos bestias se encuentran enlazadas, no siéndome posible distinguir la una de la otra. ¡Hay que temerlo todo de la furia del vencedor!

Transcurre una hora, dos, y continúa la lucha con el mismo encarnizamiento. Los combatientes se aproximan a la balsa unos veces y otras se alejan de ella. Permanecemos inmóviles, dispuestos a hacer fuego.

De repente, el ictiosauro y el plesiosauro desaparecen produciendo un enorme remolino. ¿Va a terminar el combate en las profundidades del mar?

Pero, de improviso, una enorme cabeza asoma fuera del agua: la cabeza del plesiosauro. El monstruo está herido de muerte. No descubro su inmenso carapacho. Sólo su largo cuello se yergue, se abate, se vuelve a levantar, se encorva, azota la superficie del mar como un látigo gigantesco y se retuerce como una lombriz dividido en dos pedazos. Salta el agua a considerable distancia y nos ciega materialmente; pero pronto toca a su fin la agonía del reptil; disminuyen sus movimientos, decrecen sus contorsiones, y su largo tronco de serpiente se extiende como una masa inerte sobre la serena superficie del mar.

En cuanto al ictiosauro, ¿ha regresado de nuevo a su caverna submarina o va a reaparecer otra vez?