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El saltamontes verde (fragmento)

Obra: El saltamontes verdes

Autor: Ana Mª Matute

Tipo de texto: Narrativo


Una vez existió un muchacho llamado Yungo. Vivía en una granja muy grande, cercana a los bosques. La granja estaba llena de muchachos de todas las edades, los unos hijos de los granjeros, los otros de los criados. Yungo era un huérfano adoptado por la granjera. Lo recogió siendo muy pequeño, pues sus padres se ahogaron en el río cuando empezaba el deshielo y la corriente se desbordó.

La granjera estaba siempre tan atareada, con la cabeza llena de cuentas y cálculos —era una mujer muy ambiciosa—, que no podía recordar en qué año ni día nació Yungo.

A primera vista, Yungo parecía un niño como los demás, pero los muchachos dejaban pronto de jugar con él, y las gentes no solían hablarle ni pedirle nunca nada. Y es que Yungo no tenía voz.

Hubo un tiempo en que, los días de mercado, la granjera lo comentó con otras mujeres del pueblo:

—Este muchacho perdió su voz. Alguien se la robó al tercer día de nacer. En algún lugar estará, pero ¡quién sabe cómo ir a buscarla!

Mas, aunque Yungo hubiera perdido su voz, lo oía y comprendía todo. No era mudo, como el muchacho que acompañaba al mendigo pidiendo limosna por los pueblos. Yungo sabía que alguien le robó la voz, que en algún lugar estaría, quizá aguardándole. Y muchas veces soñaba con ello.

Al principio Yungo era un muchacho más bien alegre, pero, como siempre le dejaban solo, acabó volviéndose abstraído y un poco huraño. A veces, en sus trajines, la granjera pasaba por su lado y le veía sentado en un rincón, o apoyado en la pared al sol, pensativo, con las manos en los bolsillos. Entonces la granjera le decía:

—¿Qué haces ahí, tan solo? ¡Anda a jugar, chico, que muy pronto te obligarán a trabajar!

Yungo se alejaba y procuraba esconderse en algún lugar apacible. Entre las varas del huerto, o allí, en el bosque, donde nadie fuera a decirle cosas estúpidas o malvadas.

De este modo llegó a una edad en que los otros —los hijos de los granjeros y los hijos de los criados— dejaron sus juegos y empezaron a ayudar en las faenas de la granja. Pero a él también le dejaron aparte: nadie le pedía que ayudase, y más bien procuraban alejarle cuando se les acercaba. Le decían.

—¡Quita de ahí, chico, no te hagamos daño!

Le gritaban, pues, como no le oían hablar, creían que era estúpido y no servía para nada. Tampoco lo mandaron a la escuela, ya que el hecho de haber perdido la voz les parecía tan grave que no suponían que Yungo comprendiera y supiera más cosas que ningún otro de su edad. De este modo, Yungo estaba siempre solo, alejado de los otros muchachos, como si viviera dentro de una urna de cristal. Cuando los otros niños volvían de la escuela y se acostaban, él bajaba descalzo y de puntillas por la escalerilla del desván, donde dormía, y miraba sus libros. Sobre todo le llamaba la atención el Atlas: miraba los mapas, y con el dedo recorría países de brillantes colores, mares azules, que no había visto nunca. Le quitó a Bepo, el mayor de los niños, mientras dormía, sus lápices de colores y, en una hoja arrancada de su cuaderno, dibujó una isla muy bonita, rodeada de mar y de pájaros. «Acaso —pensó —, estará aquí escondida mi voz».

De este modo, Yungo empezó a soñar en un país inventado por él y sólo para él, al que llamaba el Hermoso País. Se levantaba muy temprano, se asomaba al ventanuco del desván y oía los pájaros y el río; veía levantarse la bola encarnada del sol por detrás del bosque, y sabía los nombres de todas las flores, de todos los animales, de todos los árboles. No los nombres con que los llamaban los demás, sino otros nombres inventados por él, tal como se pronunciaban en su Hermoso País.