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Las Aventuras de Tom Sawyer (fragmento II)

Obra: Las Aventuras de Tom Sawyer

Autor: Mark Twain

Tipo de texto: Narrativo


Llegó la mañana del sábado. Aquel día de verano apareció luminoso, fresco y rebosante de vida. En cada corazón anidaba un canto y los rostros parecían contentos.

Apareció Tom por la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Después de echar una mirada a la valla, perdió toda su alegría y una aplastante tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta metros de valla de dos metros y medio de altura! Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación varias veces; comparó la insignificante franja enjalbegada con el inmenso continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre un cajón de madera, descorazonado.

Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos, que tenían fiesta, pasarían camino de apetitosas excursiones, y se reirían de él porque tenía que trabajar… Esa idea le encendía la sangre como un fuego. En aquel desesperado momento sintió una inspiración. ¡Nada menos que una soberbia y magnífica inspiración!

Tomó la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció en aquel instante. Se acercaba dando saltos y brincos, señal evidente de que iba dispuesto a divertirse y de que llevaba el corazón libre de pesadumbres. Estaba zampándose una manzana y, de cuando en cuando, lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un profundo “ti-lín, ti-lón, ti-lín, ti-lón, ti-lín, ti-lón” porque iba imitando a un vapor del Misisipi. El barco se acercaba lentamente a la acera. Tom siguió encalando. Ben se le quedó mirando un momento y dijo:

—¡Je, je! Castigado, ¿eh?

No recibió respuesta. Tom examinó su último toque con mirada de artista: después dio otro ligero brochazo y estudió, como antes, el resultado. Ben atracó a su costado.

—¡Hola, compadre! Te hacen trabajar, ¿eh?

—¡Ah! ¿Eres tú, Ben? No te había visto.

—Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Aunque, claro, te gusta más trabajar…

Tom, después de contemplarle un instante, dijo:

—¿A qué llamas tú trabajo?

—¿No es eso trabajo?

Tom reanudó su blanqueo y le contestó:

—Bueno, puede que lo sea y puede que no. Lo único que sé es que a Tom Sawyer le gusta.

—¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que eso te gusta?

—No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico blanquear una cerca todos los días?

Aquello puso la cosa bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom movió la brocha, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto; añadió un toque aquí y otro allá; juzgó otra vez el resultado. Mientras tanto, Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más interesado. Al fin habló:

—Oye, Tom, déjame encalar un poco.

Tom reflexionó. Estaba a punto de aceptar, pero cambió de propósito.

—No, no puede ser, Ben. Ya ves…, mi tía Polly es muy exigente con esta cerca porque está aquí, en mitad de la calle, ¿sabes? ¡Si empezases a pintar la cerca y ocurriese algo…!

—Ya lo haré con cuidado. Mira, te doy un trozo de manzana.

—No puede ser, Ben, no me lo pidas…

—¡Te la doy toda!

Con desgana en el semblante y con entusiasmo en el corazón, Tom le entregó la brocha. Y mientras el ex barco de vapor trabajaba y sudaba a pleno sol, el artista retirado se sentó allí cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas y devorando la manzana. A cada momento aparecían nuevos muchachos; iban a burlarse, pero acababan encalando. Cuando Ben se rindió de cansancio, Tom ya había vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen uso; y así siguió y siguió hora tras hora. Tom nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas mencionadas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul, un carrete y un pedazo de tiza. Había, entre tanto, pasado una tarde deliciosa, en plena holganza, con abundante y grata compañía…, ¡y la valla tenía tres manos de cal!