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Los tambores (fragmento)

Obra: Los tambores

Autor: Reiner Zimnik

Tipo de texto: Narrativo


Hace muchos años, cuando la ciudad en la que sucedió esta historia era todavía la única que había en los grades bosques, un tambor recorrió las calles diciendo a gritos:

— ¡Empezamos una nueva vida! ¡Nos vamos a otro país!

En aquella ciudad, la catedral estaba en el centro, y a los pies de la catedral se encontraba la plaza del mercado. En torno a la plaza se alzaban los palacios de los ricos, que eran de pueda y tenían puertas de hierro. Detrás de los palacios de los ricos estaban las casas de los labradores, que eran de madera. Detrás de las casas de los labradores se amontonaban las chozas de los pobres, que eran de paja y, rodeándolo todo, se levantaba una sólida muralla, construida para gloria de Dios y para proteger a la ciudad de sus enemigos.

Alrededor de la muralla se extendían los campos. En la ciudad vivían personas que poseían campos de buena tierra negra, pero en los campos de los demás solo había arena y piedras. A algunos les habría bastado un trozo de pan que llevarse a la boca a diario para ser felices, per otros dormían en camas de plata y no por ello eran felices, pues sabían que el Emperador dormía en una cama de oro.

Pero sobre la catedral, las casa, la muralla y los campos se extendía el cielo, que les servía a todos de techo común y los convertía en una sola familia. Los habitantes de la ciudad trabajaban y rezaban; de día se alegraban de ver el sol y por la noche de ver las estrellas. Unos tenían sueños y otros tenían temor a perder su dinero, pero al final todos acababan enterrados bajo la misma tierra. Después, como todos sabían, comenzaba otra vida, que duraba mucho más y en la que ya no había diferencias entre quienes habían vivido en palacios de piedra y quienes procedían de chozas de paja.

Por eso la mayor virtud de aquellos hombre era la paciencia y su mayor pecado la envidia. Si le preguntaban al más pobre entre los pobres si le parecía bien el orden del mundo, respondía:

— Las cosas son como son, y así deben seguir.

Pero he aquí que, cierto día, un jorobado corrió de calle en calle tocando el tambor y gritando:

— ¡Empezamos una nueva vida! ¡Nos vamos a otro país!

Era muy de mañana, pues el sol no había asomado aún por encima de los bosques.

Entonces los ciudadanos se reunieron para discutir el asunto. Decían:

— Siempre ha sido así: ricos y pobres, alrededor de todos una sólida muralla, y sobre sus cabezas, el cielo y Dios. Nadie lo puede cambiar. El que siembre discordia en nuestra ciudad debe ser encarcelado.

Así que decidieron meter al tambor entre rejas, a pan y agua.

Pero, por más que los alguaciles buscaron al jorobado por todas las calles y en todas las chozas, no lograron dar con él. Todos habían oído su voz, todos lo habían visto, pero nadie recordaba su cara. Incluso algunos llegaron a decir:

— Es que no tenía cara.

Al anochecer, los alguaciles encontraron a un viejo con un tambor cerca de la muralla.

— ¡Yo no he sido! - dijo el viejo-. ¡Yo no quiero cambiar de país!

Pero los alguaciles no le hicieron el menor caso, y se lo llevaron al calabozo, a pesar de que la voz que había despertado a la gente aquel día no había sido la de un anciano.

A la mañana siguiente, el tambor volvió a sonar de calle en calle. Quienes se asomaron a la ventana vieron de nuevo al viejo. Junto a él caminaba el carcelero, que tocaba el tambor y gritaba:

— ¡Empezamos una nueva vida! ¡Nos vamos a otro país!

Pero aquella tampoco era la voz que todos habían oído el día anterior.

El concejo de la ciudad decidió poner cadenas al viejo y al carceloro. Seis soldado cubiertos con yelmos y armados con lanzas hicieron guardia delante del calabozo y no dejaron entrar ni salir a nadie.

Sin embargo, al día siguiente fueron ocho las personas que recorrían las calles tocando el tambor; y en el miedo de los ricos y en los sueños de los pobres se abrió paso aquel grito que decía:

— ¡Empezamos una nueva vida! ¡Nos vamos a otro país!

Entonces el concejo ordenó que los ocho tambores fueran encadenados unos a otros y encerrados en una profunda mazmorra situada junto a la muralla de la ciudad. Cuarenta jinetes armados con sables vigilaban la prisión, y el pregonero tuvo que ir de casa en casa agitando su campanilla para anunciar que a todo aquel que se acercara a menos de cien pasos de los prisioneros se le cortaría la cabeza.

Las gentes de la ciudad pensaron una vez más que el problema estaba solucionado, así que se pusieron sus gorros de dormir y se fueron a la cama tan tranquilos.

Sin embargo, a la mañana siguiente volvieron a oírse los tambores. Eran el viejo, el carcelero, los seis soldados y los cuarenta jinetes, a quienes se había unido uno de los miembros del concejo.

La gente formó corrillos en los portales para cuchichear.

— Empiezan nuevos tiempos... -murmuraban algunos con cautela.

Otros decía:

— Es la peste. ¡Que Dios se apiade de nosotros!

Y otros muchos decían:

— ¡Sobre nuestra ciudad pesa una maldición!

Pero aún eran mayoría los que exhortaban a la calmb y a la sensatez. Redujeron a los tambores, les ataron las manos y los llevaron delante de la catedral para que el obispo los rociara con agua bendita. Luego se fueron todos a misa, y rogaron al buen Dios que librara a su ciudad de las epidemias y la locura, y echaron dinero en los cepillos para los pobres niños paganos.

Pero ya era demasiado tarde. Cuando salieron de la catedral, las gentes de la ciudad vieron que por las calles desfilaban nuevos tambores. Estaban por todas partes. Tocaban el tambor en los campos, sobre los tejados y sobre la muralla.

Salían de las chozas de paja y de los palacios de piedra. En todas las casas resonaba su clamor:

— ¡Empezamos una nueva vida! ¡Nos vamos a otro país!