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No sé si he hablado del tío Garcés. Es este un hombre de cuarenta y cinco años, natural de Garrapinillos, fortísimo, hombre atezado, con semblante curtido y miembros de acero, ágil cual ninguno en los movimientos e imperturbable como una máquina ante el fuego; poco hablador y bastante desvergonzado cuando hablaba. Tenía una pequeña hacienda en los alrededores, y casa muy modesta; mas con sus propias manos había arrasado la casa, y puesto por tierra los perales, para quitar defensa al enemigo. Oí contar de él mil proezas en el primer sitio y ostentaba bordado en la manga derecha el escudo de premio y distinción de 16 de agosto. Vestía tan mal que casi iba desnudo, no porque careciera de traje, sino por no haber tenido tiempo para ponérselo. ÿl y otros como él, fueron sin duda los que inspiraron la célebre frase de que antes he hecho mención: sus carnes sólo se vestían de gloria. Dormía sin abrigo y comía menos que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan acompañados de un par de mordiscos de cecina, dura como un cuero, tenía bastante para un día.
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