Día del Libro. La imprenta. Historia.
El carácter revolucionario de la imprenta: La World Wide Press
Obra: DiarioKafka.es | Autor: Antonio Orejudo | Tipo de texto: Expositivo | Etapa: Primaria | Lecturas: 1430
Compartido por: @sabad el 2013-03-06
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Si hablamos de diseño en el Renacimiento lo primero que me viene a la cabeza son los diferentes tipos de letra que puso en circulación la imprenta.

Para entender lo que supuso su aparición en el siglo XVI tenemos que imaginar cómo era la relación de los hombres con los libros antes de que ese chisme existiera.

Un libro manuscrito era un objeto de lujo. Para elaborar uno, solo uno, se necesitaba todo un equipo de trabajo: una persona, o varias, que escribieran el texto, que lo copiaran, otra que dibujara, y tal vez una tercera que diera color —que iluminara— las ilustraciones.

Luego había que coser los cuadernillos y protegerlos con tapas de madera cubiertas de cuero que, si el libro merecía la pena, además se repujaba.

Y estamos dejando fuera todo el proceso previo: el despelleje de cabras o carneros, el secado y preparación de las pieles —quitarles el pelo, alisarlas, cortarlas—, la preparación de la pluma —el cálamo— y la elaboración de la tinta.

El resultado de todo este trabajo en equipo era un objeto único, carísimo de elaborar, y cuya posesión era indicio, como los coches deportivos hoy día, de riqueza y poder. ¡Aquellos sí que eran libros caros y no los de ahora!

Había que tener mucho dinero para poder comprarse uno. Y además muy poca gente podía leer el latín en el que estaban escritos la mayoría de ellos.

La cultura y el conocimiento eran por tanto lujos al alcance de una minoría.

¿Quiénes podían permitirse una biblioteca?

Ya lo he dicho: poca gente. Tenían libros los nobles, tenían libros los monasterios, algunos de los cuales eran verdaderas factorías de producción de manuscritos, y tenían libros las primeras universidades, vinculadas a la Iglesia católica .

Aunque en el caso de las universidades sería más apropiado decir que tenían libro, en singular, porque era el maestro quien poseía el único ejemplar que existía. Los estudiantes se limitaban a escuchar su lectura comentada.

El castellano conserva restos idiomáticos de aquel sistema de enseñanza en el que los estudiantes escuchaban la lectura del maestro: hoy todavía decimos de un profesor en plena faena que está dando la lección.

La aparición de la imprenta en Europa a finales del siglo XV, principios del siglo XVI dinamitó esta cultura aristocrática.

La nueva tecnología abarataba mucho el proceso de fabricación de libros, y permitía además poner en circulación decenas de miles de ejemplares en el mismo tiempo que antes se empleaba para copiar un solo manuscrito.

Si a esta popularización del libro unimos el hecho de que el latín iba cediendo el monopolio de la cultura a los diferentes idiomas nacionales, comprendemos mejor las dimensiones de esta revolución: el conocimiento dejaba de ser patrimonio de unos pocos y la cultura se democratizaba.

Cualquiera podía ahora leer la Biblia e interpretarla. Y lo más importante: cualquiera podía difundir esas interpretaciones, que no siempre coincidían con la versión oficial.

El resultado de esta facilidad para leer la Biblia y para difundir las propias ideas provocó discusiones y conflictos que terminaron en guerras. Muchos intelectuales murieron en la hoguera acusados de herejes y la Iglesia de Roma acabó dividida en católicos y protestantes.

En términos generales, todo el mundo sabe cómo funciona una imprenta: letritas en relieve que se untan de tinta para que manchen con su huella un papel.

Quizás es menos conocido todo lo que rodea a esas letritas: su diseño, su fabricación y su uso. Me di cuenta de eso hace poco, en una clase de primero con alumnos muy jóvenes. Aquellos chicos jamás habían jugado en su infancia con una de esas imprentitas que casi todos los niños de mi generación recibieron alguna vez como regalo de Reyes.

Lo primero por tanto es aclarar que esas letritas no se llaman letritas, sino tipos, tipos móviles o tipos de imprenta. Y que la técnica que se ocupaba de diseñarlos y fabricarlos recibía, y recibe, el nombre de tipografía.

Se trata de pequeños prismas que en su parte superior tienen una letra en relieve. Será esa parte la que reciba la tinta y manche el papel.

Pero antes de fabricar un tipo había que diseñar la letra que iba arriba; había que dibujar una a una, cada letra del alfabeto, mayúsculas y minúsculas, intentado además que todas guardaran entre sí un aire de familia.

No todas las familias — fuentes, las llamamos hoy — son iguales; lo sabe cualquiera que haya desplegado el correspondiente menú de Word y haya probado a cambiar la letra de su escrito. Algunos de los nombres que aparecen ahí —Garamond, Bodoni— son los apellidos de los tipógrafos que las diseñaron.

Una vez dibujadas todas las letras de una familia, una vez que el diseñador había decidido el tamaño de cada una, su línea base, su remate, su perfil, su grueso, su cuerpo y todos los demás detalles de cada letra, el grabador —que solía ser la misma persona que la había diseñado—, iba tallando cada uno de esos caracteres en un punzón diferente.

Un punzón era una pequeña barrita de acero, un prisma alargado de unos cuatro dedos de largo y sección cuadrada, en uno de cuyos extremos se tallaba la letra.

El trabajo era tan delicado, que solo podían dedicarse a él personas de gran habilidad y experiencia, generalmente orfebres, plateros acostumbrados a tallar metales preciosos, que se reciclaban profesionalmente ante la creciente implantación de la alta tecnología alemana.

El siguiente paso era abrir matrices. Se cogía uno de esos punzones, se colocaba vertical sobre un pequeño bloque de cobre de un dedo de grosor y se hundía en él de un martillazo seco.

El resultado era la matriz, una pieza de cobre con el vaciado de la letra correspondiente.

Cada una de estas matrices se encajaba en un pequeño molde de madera, en el que se vertía una aleación líquida de plomo, estaño, cobre y antimonio.

Cuando la mezcla se solidificaba y se abría el molde, lo que salía era el tipo.

Había que repetir este proceso tantas veces como tipos quisiéramos tener de cada letra. Los impresores solían encargar a los fundidores de tipos unos cuantos de cada, porque en muchas de las páginas de los libros que iban a imprimir habría seguramente varias aes, varias pes, varias emes o varias ces. Y además de eso, los tipos podían perderse o deteriorarse. Así que convenía no quedarse corto.

El oficio de grabar punzones era diferente al de abrir matrices, y estos dos distintos al de imprimir libros. Los impresores no diseñaban letras, ni por supuesto las esculpían en los punzones. Tampoco abrían matrices con ellos, ni fundían tipos con el plomo líquido. Lo normal era externalizar todas estas tareas, que podían ser desempeñadas por uno o por varios profesionales con sus respectivos operarios.

Cuando un impresor compraba una fundición completa, una familia de letras —mayúsculas, minúsculas, redondas y cursivas— las guardaba en el chibalete, un mueble con un cajón para cada familia de letras, que a su vez estaba subdividido en compartimentos, donde los tipos se ordenaban por letras.

Tipo a tipo, letra a letra, el impresor iba formando palabras que dibujaban renglones que a su vez construían párrafos que configuraban páginas. Páginas que luego embadurnaba de tinta y que iba imprimiendo sobre hojas de papel.

Da un poco de vértigo pensar cómo todas estas tareas minuciosas –el diseño, el labrado de punzones, la apertura de matrices, la fundición de tipos y finalmente la impresión — encadenadas una detrás de otra se aliaron con el trabajo intelectual de los autores y produjeron una fuerza cultural que cambió el mundo.

No volvió a suceder nada parecido hasta 1989, cuando el físico británico Timothy Berners-Lee creó el lenguaje HTML, el protocolo HTTP y el sistema de localización URL, los tres pilares de la internet.



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