La llamada de lo salvaje (fragmento)
23/10/2024 - C.M.A. - 5ºC
Texto
Obra: La llamada de lo salvaje Autor: Jack London
Música
Obra: Skagway Autor: John Powell
Como Buck no leía los periódicos, no pudo enterarse de la amenaza que iba a transformar no solo su vida, sino la de los perros de toda la costa, desde el estrecho de Puget hasta San Diego, que contaban con una fuerte musculatura y un pelaje denso y cálido. El oro había aflorado entre las penumbras del Ártico, y las navieras y las compañías de transporte pregonaban el hallazgo. Miles de hombres afluían presurosos a las tierras del Norte. Necesitaban perros resistentes, de recia musculatura, que aguantasen los trabajos pesados, y fuertes pelambreras que los protegiesen de las heladas.
Buck vivía en una hermosa casa, en el soleado valle de Santa Clara. La llamaban la hacienda del juez Miller. Estaba apartada del camino, medio escondida entre una arboleda. A la casa se llegaba por senderos de grava que serpenteaban entre amplias extensiones de césped y altos álamos. En la parte posterior, la finca tenía grandes caballerizas, cabañas para el servicio, cobertizos, huertos y vergeles. Y luego estaba la bomba del pozo artesiano y un gran pilón de cemento, donde los hijos del juez Miller chapoteaban de vez en cuando.
Sobre estos vastos dominios reinaba Buck. Allí había nacido y pasado sus cuatro años de vida. Cierto que había otros perros, pero eran segundones. Iban de acá para allá y se quedaban en las pobladas perreras, como los fox terriers, o se perdían por los rincones más oscuros de la mansión, como Toots, el doguito japonés, o Ysabel, la perrita mexicana pelona, que rara vez asomaban la nariz fuera de casa.
Buck no era perro para estar en casa ni para vivir en una perrera. Toda la finca era suya. Se zambullía en la alberca o se iba de caza con los hijos del juez; escoltaba a las hijas, Mollie y Alice, en sus caminatas, y en las noches invernales solía tenderse a los pies de su amo, ante el crepitante fuego de la biblioteca. A los nietos del juez los llevaba sobre su lomo y les daba revolcones sobre el césped; y los seguía con la vista cuando se alejaban de la casa. Cuando caminaba entre los fox terriers, lo hacía con arrogancia, y despreciaba olímpicamente a Toots y a Ysabel, pues él era el rey, y reinaba sobre todos los dominios del juez Miller.
Su padre, Elmo, un enorme San Bernardo, había sido compañero inseparable del juez, y Buck llevaba el mismo camino que su progenitor. No era tan grande (solo pesaba ciento cuarenta libras), porque su madre, Shep, había sido una collie escocesa. Pero su porte era de lo más majestuoso. La caza y otros placeres de la vida al aire libre le habían servido para rebajar grasas y endurecer sus músculos; y su afición al agua fría, que le venía de raza, fue para su cuerpo un tónico que lo mantenía en forma.
Esta era la vida de perro que Buck llevaba en el otoño de 1897, cuando el hallazgo del Klondike arrastró a hombres de todo el mundo hasta las tierras heladas del norte. Pero Buck no leía los periódicos e ignoraba que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, era un tipo indeseable.