Robinson Crusoe (fragmento II)
Autor: Daniel Defoe | Tipo de texto: Narrativo | Etapa: Primaria | Lecturas: 790
Compartido por: @musita2 el 2011-10-24
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Entre ellos y mi fortaleza se extendía la ensenada que mencioné en la primera parte de mi historia, cuando desembarqué el cargamento procedente del barco. Veía muy claramente que el pobre desgraciado tendría que atravesarla nadando o se vería atrapado allí. Pero cuando el salvaje llegó a aquel paraje, no dio muestras de preocuparse, y aunque la marea estaba subiendo, se arrojó al agua y nadando, en unas treinta brazadas, se puso en la otra orilla y continuó corriendo con una fuerza y rapidez excepcionales. Cuando los perseguidores llegaron a la ensenada, observé que si bien dos de ellos se pusieron a nadar inmediatamente, el tercero no lo hacía, y parado en la orilla miraba a la otra sin atreverse a adelantar más, antes al contrario pronto lo vi volverse con toda tranquilidad por donde había venido, lo que, en realidad, era mucho mejor para él.

Contemplé a los dos salvajes que nadaban y calculé que tardarían, para atravesar el espacio entre las dos orillas, el doble de lo que el pobre perseguido había empleado. Se me ocurrió súbitamente, en aquel mismo instante, que la ocasión era inmejorable para proporcionarme un criado, y quizás también un compañero y colaborador. Y me sentí simplemente impulsado, a buen seguro inducido por la providencia, a salvar la vida de aquel pobre ser, y de inmediato bajé las escaleras con la mayor prisa posible para coger mis dos escopetas, que había dejado al pie de aquéllas, como ya he dicho antes, y empezando a trepar con la misma rapidez a la cumbre de la colina, me dirigí hacia el mar, procurando tomar un atajo, me interpuse entre los perseguidores y el perseguido y llamé a éste, que se alejaba y se volvió para mirarme, sintiendo a buen seguro el mismo terror hacia mí que hacia sus seguidores; pero le hice señas con la mano de que se acercara y mientras tanto avancé lentamente hacia los dos que seguían y, lanzándome sobre el que venía primero, lo tumbé de un culatazo. Puse cuidado en no disparar para evitar que los demás oyesen el ruido del tiro, aunque era posible que a tal distancia nada hubieran oído, y como tampoco habrían podido ver el humo del disparo, no hubieran sabido de dónde procedía. Al ver que su compañero caía al suelo, el otro perseguidor se detuvo como atemorizado y yo me aproveché entonces de la sorpresa adelantándome poco a poco hacia él; pero cuando lo tuve cerca me di cuenta de que llevaba un arco y una flecha y se preparaba a apuntarme, por lo que me era preciso disparar primero, lo que hice, y lo maté al primer tiro. El pobre salvaje huía, pero se había detenido al ver caer a sus dos enemigos muertos, según creyó; se asustó tanto con el fuego y el humo de mi escopeta, que se quedó clavado en su sitio, tan azorado, que no atinaba en avanzar o retroceder, aunque parecía que más bien quería marcharse que venir hacia mí, y se adelantaba unas veces para luego detenerse de nuevo. Renové mis señas amistosas para indicarle que se acercara, lo que comprendió perfectamente, y se adelantó hacía mí, se paró otra vez, avanzó de nuevo para pararse aún, y entonces pude advertir que estaba temblando como si hubiese sido hecho prisionero y temiese morir como habían muerto sus dos enemigos. Le hice de nuevo señales de que se acercara y otros ademanes que se me ocurrieron para tranquilizarlo, y cada vez se fue acercando más y más, hincándose de rodillas a cada diez o veinte pasos como homenaje por haberle salvado la vida. Le sonreí y lo observé amablemente, rogándole que se acercara todavía más, y finalmente conseguí que viniese a mi lado, se arrodilló de nuevo ante mí, besó la tierra y puso mi pie sobre su cabeza, queriendo indicar sin duda con ello que juraba ser mi esclavo para siempre. Lo levanté acariciándolo y lo tranquilicé cuanto pude. Pero no había concluido todo, porque, al mirar al salvaje que creía haber tumbado, noté que no estaba muerto, sino solamente aturdido por el golpe, y comenzaba a volver en sí. Se lo señalé al pobre diablo haciéndole comprender que no estaba muerto. Entonces me dijo algunas palabras que, naturalmente, no comprendí, aunque me parecieron las más dulces que pudiera oír, pues eran los primeros sonidos de una voz humana, además de los míos, que escuchaba después de más de veinticinco años. Pero no era ocasión aquélla para enternecerse en estas reflexiones. El salvaje que había tumbado recobraba rápidamente su conciencia y se había ya incorporado y sentado en el suelo. Me di cuenta de que mi salvaje empezaba a tener miedo; al advertido, apunté mi otra escopeta al salvaje enemigo como si quisiera dispararle. Al ver esto, mi salvaje, porque así lo llamaré ahora, hizo un movimiento hacia mí pidiéndome que le prestase el sable que pendía sin vaina de mi cinturón, y así lo hice. Cuando el arma estuvo en su poder, corrió hacia su enemigo y de un solo golpe le cortó la cabeza tan hábilmente como ningún verdugo de Alemania hubiera podido hacerlo mejor ni más rápido, lo que encontré muy extraño que lo hiciera un hombre que debía suponer con toda razón que no había visto un sable en su vida, excepto sus propias armas de madera, pero más tarde supe que fabrican sus propios sables de madera tan afilados, tan pesados y de una madera tan dura, que pueden con ellos cortar de un solo golpe incluso cabezas y brazos. Cuando hubo realizado su hazaña, vino hacia mí riéndose en señal de triunfo y me devolvió el sable con abundancia de gestos cuyo significado me era desconocido, poniéndolo a mis pies junto con la cabeza del salvaje que había degollado....

Entonces lo llamé de nuevo y lo llevé no a mi castillo, sino a la caverna que últimamente descubrí...

Allí le di pan y un racimo de pasas para comer y un trago de agua, de la que sentía gran deseo debido a-la gran carrera que había hecho. Una vez refrescado le hice signos de que se acostara y durmiera, indicándole un lugar en el que había gran cantidad de paja de arroz.



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