Ecologismo. Amazonas.
El Amazonas, la más tupida masa de plenitud vital
Autor: Arturo Uslar Pietri | Tipo de texto: Argumentativo | Etapa: Secundaria | Lecturas: 1661
Compartido por: @sabad el 2020-11-12
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Tan solo los astronautas, en su vuelo cautivo en torno a la Tierra, han podido ver en toda su extensión la selva amazónica. El más vasto conjunto viviente de aire, agua y tierra.

Allí está el río más grande del mundo, que recoge en su curso millares de otros ríos y que teje en el aire, en el agua y en la tierra la más tupida masa de plenitud vital. Allí están todos los seres vivientes imaginables, desde los caimanes y las grandes serpientes hasta los loros y las guacamayas, desde las andas blancas y rojas de garzas y flamencos, hasta la infinidad de todos los insectos y las toneladas de polen que flotan en el viento y lo hacen irrespirable.

La inmensa cordillera de los Andes, con sus cumbres de nieve, le abre la hoya que baja en inagotable extensión hasta penetre en el Atlántico. Seis mil quinientos kilómetros de curso de agua, que es la distancia que separa Nueva York de Roma, hasta su desembocadura en 400 kilómetros de estuario. A su pérdida de vista invade el océano. En 1502, el navegante español Marín Yáñez Pinzón lo encontró en alta mar, al darse cuenta de que venía navegando en agua dulce, y bautizó al inmenso río desconocido como Santa María del Mar Dulce.

Drena medio continente en su fluir continuo, que es como una profunda respiración ciega. Desde arriba se ve como una tupida cerrazón de hojas, un tapiz de copas de árboles de todas las especies y tamaños mezclan sus ramas para no dejar pasar la luz solar, de cuyos troncos y brazos cuelgan lianas, bejucos y enredaderas que descienden hasta el suelo vivo o hasta el agua, porque, por una gradación indefinible, se pasa de la tierra al limo y del limo al líquido de una explosión agresiva y confusa de todas las formas imaginables de vida animal y vegetal.

En los claros están los brazos de los ríos, que se buscan y se unen par ir tejiendo finalmente la vasta corriente sin orillas, que ya no es río, para ser iluminado del cielo y asombro continuo de la pequeñez del hombre.

Los primeros que lo recorrieron lo hicieron por azar, sin riesgo posible, arrastrados por la corriente, con la sensación de haber salido del mundo y de no poder llegar a ninguna parte, porque todo parecía inmensa soledad de selva, lluvia sin término, extraños animales o lejanas y fugitivas figuras de indios. (...)

Lo único que fue tan grande como aquella extensión insólita fueron las imaginaciones con que los hombres poblaron de locos proyectos. Nunca se puedo organizar la explotación sistemática de aquel mundo. Pronto se descubrió que la mezcla infinita de plantas hacía imposible una explotación forestal productiva y, desde luego, se reveló la increíble fragilidad de la capa vegetal sobre la que, paradógicamente, crecía y se cerraba la selva inmensa. En buena parte fue una historia de desviaciones y fracasos.

El otro fracaso múltiple e infinitamente repetido fue el de los alucinados aventureros que se lanzaban a la búsqueda desesperada de desconocidos yacimientos que nunca encontraban, o de aquel múltiple mercado de mentiras y esperanzas que eran los fugaces campamentos de buscadores de oro y de diamantes o de recolectores de caucho y sarrapia.

La expresión suprema de todas estas desviaciones vino a darse en la creación de Manaos, una ciudad en la ribera izquierda en el Amazonas, que pudo haber sido creada, en todo el absurdo de contrastes, por la imaginación de los surrealistas franceses. Todo el lujo, toda ostentación de los buscadores de tesoros, tomó forma en los palacios y avenidas de aquella vida irreal, con su gran teatro de la ópera, entre la selva y el río, donde un día llego Caruso con sus cantantes italianos a dar los más prestigiosos do de pecho.

Todo esto y mucho más llegó a significar ese fabuloso espacio fluvial, donde conviven todas las formas imaginables de vida y que cubre casi un tercio de la superficie de América del Sur. Pero ahora ya no se lo considera simplemente como el más vasto reino de la naturaleza, en el que todas las imaginaciones son posibles, porque hemos comenzado a verlo con un sentimiento mezclado de impotencia y angustia.

En los últimos años, la humanidad entera ha ido adquiriendo conciencia del irreparable proceso de destrucción de recursos naturales, renovables y no renovables, que el proceso tecnológico ha desatado sobre la Tierra. Se podría decir, sin exageración, que durante este siglo el hombre ha destruido más recursos naturales, talado bosques y secado ríos que en todos los millones de años anteriores que cuenta su presencia en el planeta. Han surgido voces de alarma desde los más autorizados centros del saber.

Las Naciones Unidas se han hecho eco de la terrible preocupación, y muchas asociaciones dedican su esfuerzo a crear conciencia para que los hombres no sigan en la horrible tarea suicida de destruir el medio natural que les permite la vida.

Los nuevos conocimientos que ha aportado la ecología han hecho posible que se vaya extendiendo entre todas las naciones el sentimiento de que hay que hacer algo pronto para detener el fatal empeño destructivo.

Con todos sus ingeniosos robots y sus prodigios de informática y de ciencia, la humanidad no podría sobrevivir si continúa esta ciega fatalidad de destrucción del medio natural.

Empezamos a cobrar conciencia de lo que podría significar la creciente destrucción de las grandes selvas pluviales de la Amazonia. Sus negativos resultados podrían ser mucho peores que aquellos a los que expuso a la humanidad el frágil equilibrio del terror nuclear.



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