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Cuando el gran científico, ya anciano y ciego, explicó su teoría, el paraninfo de la antigua universidad tembló.
Todos los asistentes nos levantamos.
La mayoría para abuchearlo.
Otros, en cambio, aplaudimos con fervor. Hacía falta valor para decir aquello.
— Es lo que ocurre al pedir un deseo -había explicado-. Estoy pensando en fuentes, en pozos, en monedas. Todos lo hemos pedido alguna vez -el viejo carraspeó-. Lanzas un penique y, por un momento, ves cómo tu reflejo se deshace en las ondas, las ondas de la superficie. Luego tu imagen, poco a poco, vuelve a recuperar su forma. Y te mira. Y tú la miras -decía el ciego. Algunos sonrieron-. Y entonces te vas. Pero ocurre. Yo he sido testigo.
Hubo un gran silencio.
— Tu reflejo recoge la moneda -continuó-. Sí, tu otro yo. La recoge y se va. Se va a ponerse manos a la obra.
Y con aquella frase se acabó su prestigio.
La figura más sólida del academicismo del siglo XIX cayó profundamente en el descrédito y tuvo que abandonar por fin las aulas.
Nadie, ni yo, nos dimos cuenta entonces de que aquel que había hablado no era él, sino el yo de su reflejo.
El que había recogido la moneda y cumplido el último deseo de un anciano: volver a hacer temblar a un paraninfo. Crear un terremoto de abucheos, carcajadas y aplausos en la universidad donde había sido un gigante y ahora entraba a tientas, arrastrando los pies y la apatía.
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