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Siempre está ahí. Como el suelo bajo mis pies.
—¿Y bien, Ally? ¿Vas a escribir o no? —pregunta la señora Hall.
Si la maestra fuera mala persona, todo sería más fácil.
—Venga —insiste—, sé que puedes hacerlo.
—¿Y si le dijera que voy a trepar a un árbol usando solo los dientes? ¿También diría que puedo hacerlo?
Oliver se ríe al tiempo que se tira sobre el pupitre como si se le hubiera escapado una pelota entre las manos. Shay suelta un gemido.
—Ally, ¿por qué no puedes comportarte como una persona normal por una vez?
A su lado, Albert, un chico grandote que siempre lleva la misma ropa —una camiseta con la palabra «Flint» estampada—, se pone tieso como un palo. Como si estuviera esperando el estallido de un petardo. La señora Hall suspira.
—Venga. Solo te pido que te describas a ti misma. Una triste paginita.
No se me ocurre nada peor que describirme a mí misma. Preferiría escribir sobre algo más positivo. Como vomitar en tu propia fiesta de cumpleaños.
—Es importante —dice—. Así el tutor nuevo os irá conociendo.
Ya lo sé, y precisamente por eso no quiero hacerlo. Los maestros son como las máquinas esas que escupen una pelotita de goma a cambio de una moneda. Sabes lo que te puedes esperar. Y, al mismo tiempo, no lo sabes.
—Y ya está bien de hacer garabatos, Ally —se impacienta—.
Si no te pasaras la vida dibujando, a lo mejor terminabas los ejercicios.
Avergonzada, escondo mis dibujos debajo de la página en blanco de la redacción. Me he dibujado convertida en mujer bala. Sería más fácil salir disparada de un cañón que venir a clase. Menos doloroso.
—Venga —insiste, y empuja el papel pautado hacia mí—. Haz lo que puedas.
Siete colegios en siete años y la historia siempre se repite. Cada vez que hago lo que puedo, me dicen que no me esfuerzo lo suficiente. Que soy descuidada. Que hago faltas de ortografía. Les molesta que escriba la misma palabra de dos maneras distintas en una misma página. Por no hablar de los dolores de cabeza. Siempre me duele la cabeza cuando me paso demasiado rato mirando el contraste de las letras oscuras contra el blanco de la página.
[...]
Escribo con una mano, escondiendo el papel con el brazo. Sé que no debo dejar de escribir si no quiero ganármela otra vez, así que anoto una y otra vez las palabras «por qué», de principio a final de la página.
En parte, porque sé cómo se escriben y, en parte, porque espero que alguien me conteste de una vez.
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