Matar a un ruiseñor (fragmento)
Obra: Matar a un ruiseñor | Autor: Harper Lee | Tipo de texto: Narrativo | Etapa: Primaria | Lecturas: 549
Compartido por: @sabad el 2024-12-06
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La puerta vidriera se cerró de golpe, hubo una pausa (Atticus estaba delante de la percha del vestíbulo) y le oímos llamar:

—¡Jem! —su voz era como el viento del invierno.

Atticus encendió la luz del techo de la sala y nos encontró allí, inmóviles, petrificados. En una mano llevaba mi bastón, cuya sucia borla se arrastraba por la alfombra. Entonces extendió la otra mano; contenía hinchados capullos de camelia.

—Jem —dijo—, ¿eres el responsable de esto?

—Sí, señor.

—¿Por qué lo has hecho?

Jem respondió en voz baja:

—Ella ha dicho que defendía a negros y canallas.

—¿Lo has hecho porque ella ha dicho estas palabras?

Los labios de Jem se movieron, pero su «Sí, señor» resultó inaudible.

—Hijo, no dudo que tus contemporáneos te han fastidiado mucho a causa de que yo defienda a los nigros, como vosotros decís, pero hacer una cosa como ésta a una dama anciana no tiene excusa. Te aconsejo encarecidamente que vayas a hablar con mistress Dubose —dijo Atticus—. Después ven directamente a casa.

Jem no se movió.

—He dicho que vayas.

Yo quise salir de la sala, en pos de Jem.

—Ven acá —me ordenó Atticus.

Yo retrocedí. Atticus cogió el Mobile Press y se sentó en la mecedora que Jem había dejado vacía. Por mi vida, no comprendía cómo podía estar sentado allí con aquella sangre fría cuando su único hijo varón corría el considerable riesgo de morir asesinado por una antigualla del Ejército Confederado. Por supuesto, Jem me hacía enfadar tanto a veces que habría sido capaz de matarle yo, pero si mirábamos la realidad desnuda, él era todo lo que tenía. Atticus ni parecía darse cuenta de eso, o si se daba cuenta, no le importaba.

Por tal motivo le odié, pero cuando uno está en apuros se cansa fácilmente; pronto me hallé escondida en su regazo, y los brazos de mi padre me rodearon.

—Eres demasiado mayor para que pueda mecerte —me dijo.

—A ti no te importa lo que le pase —dije yo—. Le has enviado tan tranquilo a que le peguen un tiro, cuando todo lo que ha hecho ha sido salir en tu defensa.

Atticus me empujó la cabeza debajo de su barbilla, diciendo:

—Todavía no ha llegado el momento de inquietarse. Jamás creí que Jem perdiese la cabeza por ese asunto; pensaba que me crearías más problemas tú.

Yo contesté que no veía por qué habíamos de conservar la calma, al fin y al cabo; en la escuela no conocía a nadie que tuviese que conservar la calma por nada.

—Scout —dijo Atticus—, cuando llegue el verano tendrás que conservar la calma ante cosas mucho peores... No es equitativo para ti ni para Jem, lo sé, pero a veces hemos de tomar las cosas del mejor modo posible, y del modo que nos comportemos cuando estén en juego las apuestas... Bien, todo lo que puedo decir es que cuando tú y Jem seáis mayores, quizá volveréis la vista hacia esta época con cierta compasión y con el convencimiento de que no os traicioné. Este caso, el caso de Tom Robinson es algo que entra hasta la esencia misma de la conciencia de un hombre... Scout, yo no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no probara de ayudarle.

—Atticus, es posible que te equivoques...

—¿Cómo es eso?

—Mira, parece que muchos creen que tienen razón ellos y que tú te equivocas...

—Tienen derecho a creerlo, ciertamente, y tienen derecho a que se respeten en absoluto sus opiniones —contestó Atticus—, pero antes de poder vivir con otras personas tengo que vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno mismo.

Cuando Jem regresó me encontró todavía en el regazo de mi padre.

—¿Qué hijo? —preguntó Atticus. Y se puso de pie. Yo procedí a un reconocimiento secreto de Jem. Parecía continuar todo de una pieza, pero tenía una expresión rara en el rostro. Quizá la vieja la había dado una dosis de calomelanos.

—Le he limpiado el patio y he dicho que me pesaba (aunque no me pesa) y que trabajaría en su jardín todos los sábados para tratar de hacer renacer las plantas.

No había por qué decir que te pesaba si no te pesa —dijo Atticus—. Es vieja y está enferma, Jem. No se la puede hacer responsable de lo que dice y hace. Por supuesto, habría preferido que me lo hubiese dicho a mí antes que a ninguno de vosotros dos, pero no siempre podemos ver cumplidos nuestros deseos.

Jem parecía fascinado por una rosa de la alfombra.

—Atticus —dijo—, quiere que vaya a leerle.

—¿A leerle?

—Sí, señor. Quiere que vaya todas las tardes al salir de la escuela, y también los sábados, y le lea en voz alta durante dos horas. ¿Debo hacerlo, Atticus?

—Ciertamente.

—Pero quiere que lo haga durante un mes.

—Entonces lo harás durante un mes.



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