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Los campesinos volvían a sumergirse -es decir, se veían obligados a sumergirse- en el recuerdo de aquella muerte, de aquel asesinato, para expiarlo una vez más. Algunos, los más viejos, tal vez habían participado en la muerte de antaño, al menos pasivamente. O habían asistido a ella. O tenían de ella noticia directa, memoria personal. Otros, los más, que eran los más jóvenes, no. Pero se veían zambullidos cada año en aquella memoria colectiva, culpabilizados por ésta. No habían sido los asesinos de 1936, pero la ceremonia los hacía en cierto modo cómplices de aquella muerte, obligándoles a asumirla, a hacerla de nuevo presente, activa. Un bautismo de sangre, en cierto modo. Así, al perpetuar aquel recuerdo, los campesinos perpetuaban su condición no sólo de vencidos sino también de asesinos. O de hijos, parientes, descendientes de asesinos. Perpetuaban la insufrible razón de su derrota al conmemorar la injusticia de aquella muerte que justificaba alevosamente su derrota, su reducción a la condición de vencidos.
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